Francisco Feliciano Sánchez
¡Cuán trillada resulta esta expresión cuando nos referimos a un perro! Es bueno cuando es bonito, está limpio, nos mueve la colita y, sobre todo, es dócil. Entonces lo consideramos parte de nuestra familia. Por eso lo conocemos universalmente como Canis familiaris. Hay quienes para evidenciar que son parte de su familia les han dado su apellido: Tiger González, Brownie Torres, Sussie Pérez. Muy pocos perros se llaman hoy Fido o Manchita como cuando yo era niño y muy pocos tenían apellidos.
El pariente lejano del lobo gris (Canis lopus) es menos amigable cuando, siendo nuestra mascota, nos ignora o se hace el desentendido. Entonces pensamos que es un perro engreído, malcriado, o sencillamente un poco despreocupado de nuestras costumbres humanas. ¡Cómo tratamos de que sea menos perros y se parezca más a nosotros: le cortamos las uñas, le ponemos sombreros, abriguitos y hasta mahones con botas de vaquero! Finalmente, consideramos que un perro no es amistoso cuando nos gruñe, defiende su territorio o manifiesta su independencia canina.
Aquí entramos al tema de nuestra conversación. ¡Cuánto cuesta ser libre! Si no se convence, compruébelo con una visita a las salas de los tribunales donde acude la gente a reclamar su autonomía personal, legal y financera. Si quiere más evidencia, vaya a la ONU en Nueva York, y averigüe cuánto ha costado la libertad o la independencia de muchas naciones. Jau, jau.
He conocido perros que nunca han tenido amo. Confieso que a veces he pensado: “¡pobrecitos!” Este es un pensamiento muy humano que nos remonta al esclavismo, al medioevo, a nuestra insistencia egoísta en no querer ver a nadie libre o a nuestro convencimiento de que algo o alguien tiene, por obligación, que pertenecer a otro. Uff... Tocamos la línea del machismo o hembrismo enfermizo (Frases como “esa es mi mujer,” y “ese hombre es mío” aturden mi memoria) que tanto nos aburre y que han ocasionado tanto daño.
Pero volvamos al tema perruno. Como les decía, hay perros, que no saben de amos. Estos disfrutan su suerte, aunque vivan en riesgo de morir atropellados por un conductor desalmado que no quiso frenar en el Expreso Las Américas porque se trataba de "solo un perro realengo". Imagínese si por eso de usted no querer pertenecer a nadie, ni siquiera a “su marido o su esposa” –aunque los papeles y estos insistan en el asunto-, se refieran a usted como realenga o realengo y le pasen literalmente un carro por encima. Peor aún, si es usted un solterón o solterona empedernida o sin remedio, léase jamón o jamona a punto de descomposición como nos decían a los que nunca hemos corrido con la suerte de cometer matrimonio. ¿No se ofendería usted? Claro que sí, a menos que como yo, condene en silencio la majadería de la gente en meterse en asuntos que no le importan y que tienen que ver con su libertad. Esto, a pesar de los prejuicios y juicios que se emiten sobre las personas solteras o sencillamente que claman por su independencia. Muchos hemos proclamado que no pertenecemos a nadie, aunque estemos casados, matrimoniados, emparejados, empatados o arreglados.
En lo anterior los perros realengos llevan ventaja. Estos honran su vida con el reconocimiento honorable de ser realengos, esto es, de ser perros libres, sin amos y sin ataduras sociales. Eso sí, eso de ser perro realengo no garantiza una comida segura, aunque se trate de esas pepas duras, idénticas, producto de la clonación industrial que se conoce como comida para perros, esa que no les daña los dientes y que garantiza que si su perro la come, será eternamente feliz.
En esto de la comida los humanos esperamos una respuesta civilizada de los perros realengos. Se supone que los perros realengos estén muertos de hambre. Por lo tanto, si alimentamos a un perro realengo esperamos que se coma todo lo que le demos. Pero hay perros realengos que se las traen. “Algunos son hasta malagradecidos”, asegura mucha gente. Se acercan cuando usted está comiéndose un hot dog –ni para los guardias diga “perro caliente” porque se le podría acusar de intento de “canisprofagia”- y usted, buenamente, bondadosamente, misericordiosamente se sacrifica y saca un pedacito de pan del tamaño que le cabe entre el dedo índice y el pulgar. El perro ve caer la expresión de su bondad en la bendición del trigo. (¿Sabría él lo que es trigo?) Rastrea y se dirige con el olfato para localizar el pedacito de pan hasta que lo identifica con el punto más negro del hocico. Cuando usted está a punto de pensar “¡Qué bueno, se lo comió! Llevé a cabo la acción noble del día” , el dichoso perro realengo mediovoltea la cara, vira los ojos a lo “basset hound” y le deja el sacrificado pedazo de pan allí, tirado en el suelo. Usted piensa “malagradecido” pero más piensa que acaba de botar un pedazo de pan. Sacrificio que no debió hacer con lo cara que está la vida, con aumentos en los servicios de luz y de agua, y lo que cuesta hoy en día un triste y miserable perro caliente con un chorrito de ketchup. Jamás usted pensó que la acción del perro realengo fue un tributo a su tacañería.
También esperamos que los perros realengos vivan desesperados por tener un amo. Por algo les hemos domesticado y les hicimos parte de nuestro entorno familiar como dijimos antes. Esto de la domesticación ya lo proclamó Antoine de Saint-Exùpery en El Principito, en algo parecido a "sarna con gusto no pica", ¡qué horror! Pero no siempre es así. Una amiga muy compasiva vivió una decepción afectiva con un perro que recogió de la calle, precisamente el día que acababa de terminar con su novio indómito. Para lograr que el perro la siguiera hasta su casa, entró en una panadería española y compró una libra de jamón serrano. El perro la siguió tranquila y cautelosamente mientras se babeaba y se relamía por el trozo de jamón que llevaba la amiga en la bolsa de compras y que, no tardaría en ser suyo. Caridad, que así se llamaba mi amiga, entró con el can a su casa. “Necesitas un buen baño para que huelas a rico. Ya verás...chiquitín”, le dijo Cari. El perrito, muy esperanzado y muy tolerante por aquello de chiquitín, se sometió al baño de alergizantes burbujas, por aquello de que estaba en casa muy decente y había que estar con todas las de la ley: limpiecito. Cari encendió una vela con olores extraños “Para que te pongas relax’, le dijo. Luego lo espulgó, le viró las orejas, le alzó la cola varias veces como si quisiera asegurarse de algo, y hasta lo impregnó con talcos íntimos. Al rato le trajo una tacita de leche y se la echó en un plato llano. El perrito apuntó la leche, pues pareció recordar que era lactointolerante, pero habría que sacrificarse por aquel olor nauceabundamente rico, y esperaba con resignación y desesperación su tajadita de jamón. Cari lo acariciaba con sus manos regordetas y repetía con insistencia “Ay, papito lindo, qué limpiecito vas a quedar”. Sollozaba mientras lo sobaba. El perrito le respondió con un jaujau amistoso, y hasta le hizo unas cuantas monerías, -ustedes me entienden lo que quiero decir, pues a veces tengo limitaciones en lingüística zoológica- esperanzado en su jamoncito serrano. Cari le improvisó una camita al lado de la nevera. “¡Qué dicha, aquí estoy más cerquita!” pensó el perrito en la manera que piensan los perros. Mientras contempla tanta bondad y recogimiento, el perrito vio que la amiguita abandonada y desnoviada, se sentó en el comedor, allí al lado suyo y de la camita, y una a una, se metió a la boca las rebanadas de jamoooooncito serrano. Así que, viendo que no solo de amor vive el perro, nuestro amiguito primero le dio un coraje perruno y estuvo a punto de gritarle, mejor dicho, ladrarle “Mezquina, no me diste ni siquiera un ñaqui”, morderla por el más gordo de los perniles, o treparse a la altura de su boca y gruñirle “DEVUÉLVEMELO, que era para mííí” pero no lo hizo, fue un desliz de su imaginación, él era un perro tranquilo y emocionalmente equilibrado. Se hizo el dormido y por la noche, al amparo del silencio y de una luna amarilla y como un cuarto de kilo de queso, y cuando pudo, subió al mostrador de la cocina y de un salto se tiró al patio. De ahí a la calle fue media movida de cola. Cari me contó por email que ha quedado defraudada, más que del novio, del perro, pues no esperaba que fuera tan interesado por una lazca de jamón y despreciara su compañía y sobre todo, sus continuas y mullidísimas caricias. "¡Qué perro tan perro!", recordaba con una carga mayor a la que le imponía cuandose le venía a la mente el recuerdo del novio que ya casi da por muerto. Ha pensado incribirse en un buzón de amistades en el Internet pero solo ve categorías tradicionalesninguna MUJER/PERRO o el genérico HUMANO/PERRO.
Por lo anterior, pienso que los perros realengos son lo más cercano a la palabra libertad. No tienen amo ni se atan a nadie. No tienen que ir al Departamento de Servicios Sociales ni a ASUME porque ninguna perra les reclamará paternidad, aunque se hayan visto casos en corte. Los perros realengos pueden tener todas las perras que quieran, convivir con ellas debajo de una escalera, en una casa abandonada sin pagar alquiler y sin miedo a que les quiten los hijos por vivir en comunas perrunas. Tampoco viven amenazados porque los metan preso por incongruencias o ilegitimidad de sus funciones paternofiliales, y mucho menos sin que Ojeda o la Jovet hagan de ellos una estrellas dentro de su tragedia. Lo peor que le puede pasar a un perro realengo es que lo metan a la perrera, y eso es menos malo que estar preso, dicen quienes han experimentado un momento de sus vidas en la cárcel o al menos una trabajadora social de renombre llamada doña Trina Rivera de Ríos.
Hay perros realengos que han tenido amo. Algunos, por una mala jugada de la vida humana han venido a pagar las consecuencias de los actos o fortuna de los humanos –divorcios, quiebras, el nacimiento de un niño alérgico, la visita de una suegra empollona- y terminan en la calle. Otros los tuvieron, pero las desavenencias, las reprimendas constantes por levantar la pata, sentarse como una rana sobre la alfombra si es hembra (aunque tuve a Rita, una perra malabarista que levantaba la pata), subirse a un sofá prohibido o ladrarle a una vecina antipática motivaron que escaparan de sus casas y no volvieran jamás. Otros, movidos por la inspiración de una noche de luna y un fragante olor a perra enamorada que era como una canción embriagante, salieron de sus casas, perdieron el rumbo por no andar con brújula –los perros son pésimos marineros- y entraron a la vida libre, que es como decir al clandestinaje. A estos y a muchos más, pues son muchos los hijos del muerto -como decir somos muchos los que cabemos en ese bote- no les ha quedado más remedio que proclamar la libertad, aunque de vez en cuando tengan unos ‘flashback” y les dé una nostalgia por la casa perdida, algo normal para el que ha sido esclavo, asegura Fanon en Los condenados de la tierra.
Lo cierto es, que ahora que veo a ese perro afuera, y estoy frente a los bancos del frente de este sitio sagrado pienso que el mejor amigo de un perro es otro perro. Ahora que parezco un pingüino atropellado por la gente que ha venido a ver el acontecimiento del siglo, del jamón, del libertino arrepentido, babybumero insoportable, que fue monosexual, metrosexual y hasta ignorante tecnosexual que no sabe por dónde engullirse el teléfono celular que no deja de sonar, espero ansiosamente que esa mujer se arrepienta y no salga de su casa. Nunca debí haber dejado de ser tan perro en palabras de mi amiga.
PD:
Lo anterior fue un desliz también de la imaginación. Estoy libre. Todavía me andan buscando y cazando.
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Foto: José Cintrón, BCN
No fomentamos el abandono de las mascotas, aunque veneramos la libertad. Para referencias sobre el cuido de animales y educación sobre los animales abandonados les recomendamos los siguientes enlaces:
http://www.hspr.org/cuidade.html
http://www.mascotas.org/mascotas/responsabilidades_al_adquirir_una_mascota.html
http://www.icarito.cl/club/2004/05/23/mascotas.htm